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Hay algo de fordiano en los goles de Adrián. Los cinéfilos me entenderán. El de Teverga cuando llega al área -cuadratura donde todo se achica y el tiempo pasa rápido- se transforma en “El Hombre tranquilo”, de mirada cristalina y espíritu pausado, capaz de detener el tiempo, mirar al frente y ejecutar. En su gol contra el Hannover, donde muchos habrían visto violencia, precipitación y puntera, Adrián vio recorte, amago y engaño. La pausa.

Adrían es torero, a su modo. Para, templa y manda. Se arrima, no se esconde. Con esa frialdad propia de los que se nutren más de instinto que de técnica. Con esa serenidad de los que ni siquiera son conscientes de ello.

Si fuera boxeador, sería estilista. De esos que no dejan de bailar mientras sacan directos. Casi sin violencia. Con un golpeo de escuadra y cartabón y la fuerza de una clepsidra que gota a gota, golpe a golpe, elimina sin esfuerzo toda resistencia. Un tipo para el que el nocaut en el primer asalto sería un atajo casi tramposo y descortés. Una traición a sus principios.

Es joven. Sí. Pero que quieren que les diga. Adrián tiene esa chispa propia de los elegidos. Debemos esperar a que se asiente y que su juego coja solera en las barricas del Manzanares. En definitiva, que los fogonazos y súbitos destellos den lugar a una llama más constante capaz de alumbrar esa oscura tierra de trincheras que es el último cuarto de cancha, donde no pocos se pierden.

Mientras tanto, disfrutemos de los fuegos de artificio de un jugador distinto.