forzaatleti

Falló Diego Costa ayer un penalti y la red parecía sonrojarse y pedir perdón. Es lo que tiene crear una rutina tan íntima. Como el café de por las mañanas y el punto de la carne, hay cosas difíciles de cambiar de un día para otro. Costumbres graníticas. La de Costa es el gol. Muchos desconfiaron y dejaron de creer y Diego les recondujo en minutos por el camino de la fe de la que él es profeta.

Falló el penalti y no parecía buscar el gol: parecía buscar venganza. Me volvió a recordar un poco a Gyp Rossetti, tal y como afortunadamente le bautizó mi compadre Martin Rosenow hace un tiempo, caminando ensangrentado por el césped pistola en mano. Tiene hechuras nuestro Diego de nuestro otro Diego y de ese malo que al final resulta ser el bueno. Se pasea entre las defensas rivales como Omar en los projects de Baltimore, con dos recortadas pegadas a la cintura asomando por la esquina del área. Costa is coming, yo! Siempre con guantes para no dejar marcas.

Costa tiene cara de Bogart, fíjense en lo que les digo. No he visto a un jugador más serio en el campo y con esa mirada del que, como decía Garci de Rick Blaine en «Casablanca», parece que todo le ha pasado la noche anterior. Un tipo con las decisiones tomadas.  De nacionalidad, borracho. Pero de goles.

Costa es un delantero de novela negra, qué demonios.  Duro e irónico a su manera, como el Sam Spade de Hammett. Turbio y a ratos perdido como un personaje de Chandler. Parafraseando a éste en «El Largo Adios», podría decirse de los goles de Diego que el primero fue mágico, el segundo íntimo y el tercero rutinario.  Alzo mi Gimlet por ello.  Y por los que vengan.