No hace mucho tiempo en una calurosa tarde de inicios del verano, estuve trasteando en unos viejos libros que tenía en mi antigua casa. Unos libros que leía de niño y que me distraían cuando el insoportable verano castellano impedía hacer otra cosa que leer o dormir.
Casualmente, encontré en el fondo de una de las cajas un libro de fábulas que había sido mi preferido durante muchos años. En ese momento sentí el vértigo del mucho tiempo que había pasado. Pero, enseguida empecé a hojear el libro como tantas veces había hecho: La cigarra y la hormiga, La liebre y la tortuga y otros relatos que guardan tan sabias enseñanzas, hasta que al final del libro encontré una que no recordaba. Era extraño porque había releído el libro decenas de veces. La fábula se titula «Los vendeburras». Leí despacio y con atención como en las lejanas tardes veraniegas de hacía, demasiado tiempo, y su lectura me pareció clarificadora y actual, como lo son el resto de las fábulas. Así que si me permiten les transcribo la fábula:
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En un pueblo de alta montaña vivían unos hombres y mujeres dedicados al trabajo de la ganadería. Todas las familias se dedicaban a trabajar en el monte y en la ganadería. Su gran pasión: la cría de burras. Unas burras que les ayudaban en sus quehaceres y que eran imprescindibles para la supervivencia de sus gentes.
Un invierno les ocurrió una terrible desgracia. Una maldita e incurable epidemia había hecho enfermar a todas las burras y había aniquilado a la mayoría de los animales. Aquello fue una conmoción inmensa para todos los habitantes del pueblo. ¿Qué harían sin sus preciosos animales?
Una buena tarde de la primavera siguiente al fatídico invierno los vecinos estaban reunidos en la plaza discutiendo sobre cómo resolver tamaño problema. Las burras habían dejado de existir prácticamente en el resto del mundo y no sabían dónde podrían comprar otras.
De repente aparecieron dos mercaderes que haciéndose sitio en medio de los vecinos empezaron a hablarles:
– Nosotros tenemos la solución a vuestros problemas. Podemos venderos las burras que necesitéis.
Una sensación de alivio recorrió todos los corazones de los habitantes del pueblo. Su problema se había solucionado.
La negociación no fue fácil, puesto que los mercaderes pusieron un alto precio a las burras. Pero, al final, lograron llegar a un acuerdo. Los mercaderes les aseguraron que al día siguiente tendrían en el pueblo todas las burras que habían comprado.
Y así fue. Al día siguiente llegaron las burras. Sin embargo, el aspecto de los animales no se parecía en nada a unas burras sanas. Todo lo contrario: unas demasiado viejas, otras enfermas y alguna que otra, las menos, sanas.
Pasó el tiempo y llegó el invierno. Como temieron los vecinos, la mayoría de las burras no resistió el frío que hacía en las altas montañas y murieron. Los vecinos estaban consternados. Habían gastado una buena parte de sus ahorros conseguidos a base de trabajo en comprar unas burras que ya no tenían.
De nuevo en la primavera volvieron a reunirse para tratar de solucionar el problema. En esas estaban, cuando volvieron a aparecer los mercaderes. Tras una larga conversación, lograron convencerles para que les compraran otras burras. Las buenas gentes confiaron otra vez en los mercaderes y les compraron las burras.
Al día siguiente llegaron las burras que ofrecían un aspecto similar a las del año anterior.
La historia volvió a repetirse durante el invierno y la mayoría de burras no pudo superar tan gélido clima.
Y así durante varios años las buenas gentes del pueblo les compraban una y otra vez las burras a los astutos mercaderes que habían encontrado, en los amables vecinos, un filón.
Llegó un año en que ya varios vecinos manifestaron en la reunión de la plaza que debían dejar de comprar las burras a estos malvados mercaderes que les habían engañado durante tanto tiempo. Pero, muchos vecinos, que estaban desesperados puesto que su supervivencia estaba ligada a estos animales, no les hicieron caso.
Las burras de ese año eran más jóvenes y sanas y resistieron el invierno. No todos los vecinos habían comprado burras, así que de nuevo necesitaban comprar nuevas burras. Los mercaderes aparecieron como cada primavera con la intención de volver a hacer negocio con las pobres gentes del pueblo. Esperanzados porque las últimas burras habían sido mejores que nunca los vecinos volvieron a confiar en los mercaderes.
Como quiera que los malvados negociantes no tenía escrúpulos, ese año volvieron a engañar a los vecinos. Y así un año y otro. Pero, cada vez había más vecinos que, con toda la razón, empezaron a desconfiar de los mercaderes.
Se cumplía el vigésimo quinto año desde que el pueblo comenzara a hacer negocios, cuando de nuevo aparecieron en la plaza los dos mercaderes.
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No podía ser. La fábula no había terminado, pero aquella era la última frase de la última hoja. Miré con atención el final del libro y descubrí en la parte superior del mismo el pequeño resto de una hoja que había sido arrancada casual o intencionadamente por alguien. Revolví en la caja con la esperanza de encontrar aquella hoja que faltaba y poder leer el final de esa fabulosa historia. Pero mis esfuerzos fueron en vano. No la encontré.
Fue frustrante no poder leer terminar la fábula, pero no es muy arriesgado pensar, querido lector, que el final de la historia dependerá de si los vecinos del pueblo, por fin se revelaron contra aquéllos que les engañaron durante tantos años, o por el contrario, siguieron comprando durante muchos más años burras viejas a esos malvados mercaderes.
Bonita y aleccionadora historia que, no sé por qué, creo que me suena de algo…
Seguro que el alcalde, el procurador, el interventor y el pregonero del pueblo eran amigos y cómplices de los comerciantes y no había nadie dispuesto a decirles a esos pobres vecinos que estaban en manos de dos delincuentes.
Me aventuro más, seguro que cuando les pillaron y les juzgaron no les pudieron condenar porque su delito ya había prescrito.
Si es que hay fábulas que se parecen tan cruelmente a la realidad…
Un saludo.
Efectivamente, Pablo, los vecinos del pueblo confiaban en sus prebostes y no podían imaginar que unos mercaderes pudieran ser tan malvados. Pero, lo eran.
La clave está en saber si un día los vecinos se revelarán o no contra los mercaderes y los sacarán a gorrazos del pueblo.
Un saludo y gracias por tu comentario.
¿Y la Moraleja de toda Fabula?
Podría ser: El acudir a usureros mercaderes trae como consecuencia resultados imprevisibles de los que nos arrepentiremos siembre. Si hubiesemos criado nuestras propias burras y las hubieramos cuidado bién no hubieramos llegado a estos extremos.
«Los socios debimos comprar en su dia todas las acciones del Club».
Muy agradable y pespicaz en articulo.
Un abrazo.